¿Qué tanto contaminas cuando comes? (2a Parte)
La Unión de Morelos, lunes 23 de julio de 2018
Págs. 26 y 27
¿Qué tanto contaminas cuando comes? (2a Parte)
Agustín López Munguía
Instituto de Biotecnología, UNAM
Miembro de la Academia de Ciencias de Morelos
En la primera parte de este artículo iniciamos la descripción del artículo recientemente publicado en la revista Science, por Joseph Poore de la Universidad de Oxford y T. Nemecek del grupo Suizo de investigación Agroscope [1], quienes reportan una serie de datos resultado de un esfuerzo por cuantificar el daño que causa al planeta las distintas formas de producir lo que comemos y de orientar a productores y consumidores hacia formas de producción y consumo de menor impacto ambiental.
Quien lo produce, sí importa
Es obvio que mitigar el daño que ocasionamos al planeta con lo que comemos puede ir más allá de un cambio en la fuente de proteína de nuestra dieta dando mucha mayor preponderancia a los vegetales. En efecto, es evidente que la forma en que se producen importa, e importa mucho. Pero los sistemas de producción son tan heterogéneos, que el mismo producto puede tener un impacto hasta 50 veces mayor, dependiendo de quién y cómo lo elabora. Dentro de los productos básicos de la dieta, para los 5 indicadores (indicadores ambientales definidos en la publicación de la semana pasada accesible en: http://www.acmor.org.mx/?q=content/%C2%BFqu%C3%A9-tanto-contaminas-cuando-comes-1a-parte ), el P90 del trigo, maíz y arroz es 3 veces mayor que el P10, es decir que 90% de los productores tienen un impacto hasta del triple del que tiene el 10% de los productores. Poore y Nemecek reportan importantes variaciones de estos indicadores, incluso al interior de las unidades ubicadas en las grandes regiones de producción del mundo: el cinturón de trigo en Australia, el cinturón de maíz en los EUA y las riberas del rio Yangtze en China. Esto abre la posibilidad de mitigar el impacto ambiental incluso dentro de las regiones de producción agrícola intensiva. Hay evidentemente un tema relacionado con el tamaño de la producción. Por ejemplo, en el caso de la carne de res que proviene de rebaños, el 25% de los productores de mayor impacto, contribuye con el 56% de las emisiones de gases de efecto invernadero o GEI (1,300 millones de kg de CO2eq) y ocupan el 61% del suelo (950 millones de ha, principalmente para pastura). Considerando todos los productos cárnicos se puede generalizar que solo el 25% de los productores contribuye con el 53% del impacto ambiental de cada producto. Pero en lo que a consumo de agua se refiere, la cifra es de escándalo: mientras que este sector solo contribuye con el 5% de las calorías que nos alimentan, es responsable del 40% de la demanda de agua.
Mucho se menciona el desperdicio actual que resulta de la producción de alimentos. Se calcula que entre un 30 y 40% de lo que se produce se desperdicia. Es importante considerar aquí, que los desperdicios también contribuyen al impacto ambiental, por lo que encontrar soluciones a este problema no solo será en beneficio de la oferta de alimentos, sino también del medio ambiente. Así, se estima por ejemplo que los desperdicios de la industria de la carne, son responsables de 12-15% de las emisiones de GEI, achacables a distribuidores y detallistas.
Pero tampoco todo es miel sobre hojuelas en el terreno de las proteínas vegetales, particularmente de concentrados de proteína como las nueces. Y es que si bien la producción en árboles tiene la ventaja de secuestrar carbono y reducir el lixiviado de nutrimentos, en algunas nueces el rendimiento es bajo (nuez de la India), mientras que en otras el consumo de agua, fertilizante y pesticidas es alto (almendras). La producción de nueces en el mundo se duplicó en 2015, comparada con 2000.
Cómo mitigar el daño
Por lo general, cuando se caracteriza una unidad de producción, se emplean parámetros tales como el rendimiento (para cultivos), la eficiencia en el uso del fertilizante nitrogenado, la ganancia en peso y la conversión de alimento en la producción pecuaria o el rendimiento de leche por vaca (en la producción pecuaria), entre otros. Sin embargo, Poore y Nemecek concluyen que no hay una forma directa y útil que permita correlacionar estos parámetros con el impacto ambiental que causa la unidad de producción, con algunas excepciones muy concretas como el impacto de la producción de excremento de ganado en la acidificación del suelo. De ahí la recomendación de medir y dar a conocer el impacto al consumidor en cada rubro de los considerados en el artículo (la generación de gases de efecto invernadero, el uso de suelo, la acidificación, la eurotrofización y el uso de agua) de cada unidad de producción (Véase Figura 2). De esta información es que deberían surgir las recomendaciones sobre cambios en las prácticas de producción con el objetivo de mitigar el impacto y orientación al consumidor sobre una dieta ambientalmente saludable, y no a priori sobre un sistema de producción determinado como podría ser la agricultura orgánica o la acuacultura.
Por otro lado, las recomendaciones “globales” no necesariamente son efectivas. Por ejemplo, a pesar de que se recomienda aplicar carbono vegetal (biocarbono o biochar) para reducir las emisiones de óxido de nitrógeno, tanto de fertilizantes sintéticos como orgánicos, una tercera parte de los productores agrícolas no generan emisiones importantes. Lo mismo sucede con recomendar sistemáticamente el aumento en la productividad agrícola vía el rendimiento de las semillas (Tons/Ha), ya que la diversidad entre productores en términos de otros parámetros como el tiempo de reposo de la tierra entre cultivos o la rotación de los mismos, hace que otras medidas puedan resultar más eficaces. Poore y Nemecek señalan por ejemplo la introducción de variedades de maduración temprana, la rotación de cultivos o la irrigación intensiva, que pueden no solo resultar más eficaces para mitigar el impacto ambiental, sino de paso también, mejorar la productividad.
En lo que al uso de suelo se refiere, las conclusiones de este trabajo permiten visualizar por ejemplo que si bien la acuacultura es una forma de producir alimentos de calidad en superficies pequeñas y de reconvertir sub-productos en proteína comestible, aún unidades acuícolas con bajas emisiones, exceden el impacto que ocasiona la producción de proteína vegetal.
En el caso de la producción de proteínas de rumiantes que convierten pastos producidos en suelos no aptos para la agricultura (2,700 millones de toneladas en base seca, correspondientes al 65% de la producción) en proteína animal de buena calidad, el impacto de la conversión es inmenso independientemente del sistema empleado para la producción.
Otra manera de mitigar el daño, sugieren, es incrementar el costo de los productos sustentables, esto con el fin de incentivar a los productores que usan técnicas de bajo impacto, o a cambiar las prácticas de aquellos que usan métodos de alto impacto ambiental. Sin embargo, la agricultura orgánica ha demostrado como el pasarle los costos del incentivo al consumidor limita el crecimiento de la opción.
La generación de GEI: metano y biotecnología moderna
En otro artículo reciente [2], investigadores de diversos programas e instituciones inglesas revisan el consumo de carne y sus impactos en la salud y el medio ambiente. Queda claro que si bien se trata de uno de los alimentos más completos y mejor calidad de la dieta, el riesgo más importante a la salud está relacionado con el cáncer de colon, asociado con un exceso en su consumo. Se estima que unas 50,000 personas mueren al año en el mundo, como consecuencia del consumo de carnes. Pero el mayor daño, es al medio ambiente, asociado con el incremento en la producción/consumo que de 1960 a 2010, pasó de apenas unos 5 a más de 30 millones de toneladas. Se estima en este artículo que el consumo global actual es de unos 122 g al día per cápita, de los cuales un tercio es de carne de puerco y otro tercio de pollo, un quinto es de res, y el resto es de carne de cordero, cabra y otros animales. Es bien sabido que al mejorar la economía de muchos grupos sociales, se abandona una dieta basada en cereales y leguminosas (como la que dio origen a las diversas civilizaciones) cambiándola por otra basada en harinas refinadas, frutas, vegetales, pero sobre todo carne (ver figura 3) y productos lácteos.
Producir carne es más dañino al medio ambiente que producir otro tipo de alimentos, aunque esto como se describe en estas revisiones, depende en buena medida del sistema de producción y de cómo se mide dicho impacto. Por lo general, producir carne de rumiantes es más costoso que de mamíferos no rumiantes, y la producción de pollo genera menos emisiones que la de mamíferos. La producción de carne genera los tres tipos de GEI (CO2, N2O y metano), pero es la fuente más importante de generación de metano. Pero además, hay que analizar estos datos con cuidado ya que en el mediano y largo plazo, el impacto de cada uno de los gases es diferente por la perseverancia del CO2 en la atmósfera y la menor estabilidad del metano (100 contra 25 años respectivamente).
Se señala a las vacas, como uno de los productores de metano más importantes, con consecuencias en los GEI incluso más graves que la que causan los automóviles como reportamos en 2010 haciendo eco a la propuesta de “un día sin carne” [3]. Sin embargo, mientras que las vacas generan de 30 a 400 g de metano/Kg, (Kg de vaca) la acuacultura de agua dulce puede generar hasta 450 g /Kg de producto de esta actividad. Se explica un nivel de generación de metano tan alto en la acuacultura, como una consecuencia de la metanogénesis bacteriana en los estanques, proceso que se acelera con la temperatura; así, dependiendo del productor, una recomendación sería mejorar la aireación en el sitio, y el control en nivel de alimento para evitar un exceso de materia orgánica, sustrato del proceso metanogénico. En el caso de la producción agrícola, por cada kilo de nitrógeno aplicado, hasta 400g pueden perderse en especies reactivas, esto en función también de la temperatura de la zona, del pH, de la microbiota del suelo y de las condiciones químicas que favorecen el lixiviado. La producción de arroz es otro de los sistemas de alta generación de metano, que, sumado a las emisiones de los rumiantes, y del estiércol de puercos y pollos, contribuyen hasta en un 30% de las emisiones. En el caso del arroz, las recomendaciones son el hacer cultivos de ciclos más cortos y con menores niveles de inundación.
Aprovecho el ejemplo del arroz para plantear la importancia de la tecnología en contribuir a la salud del planeta. Diversos movimientos ambientalistas han descalificado a priori el uso de las herramientas de la biotecnología moderna para modificar el material genético de plantas y así lograr objetivos relacionados con las características agrícolas y nutricionales de los alimentos. Algo que se ha hecho empíricamente desde los inicios de la agricultura. Sería imposible y fuera de contexto reproducir aquí los beneficios que el uso de semillas genéticamente modificadas (OGM) han traído al medio ambiente en términos y al control de emisiones vía la reducción en el uso de pesticidas y del manejo del suelo sin necesidad de labranza mediante el uso de herbicidas. Todo esto, aunado con las evidencias de su inocuidad después de 20 años de consumo en el mundo, ha sido ampliamente documentado en un libro coordinado por Francisco Bolívar en el que destaca también una nueva posibilidad de control de hierba sin el uso de herbicidas mediante un astucioso y original desarrollo de científicos nacionales. [4] Vivimos tiempos en los que se hará crítico el sumar a las evidencias de inocuidad, el cuidado del medio ambiente que, paradójicamente, no es incluido en los argumentos el balance de riesgo/beneficio que lleva a cabo el movimiento ambientalista que se opone a los OGMs.
Ejemplifico lo anterior con un ejemplo, en el que ya se emplean avances en las técnicas de edición de genes (CRISPER-CAS) [4] que dejan atrás muchos de los cuestionamientos relacionados con el uso de genes marcadores y reguladores. Se trata de un trabajo llevado en colaboración por investigadores suecos, chinos y de los Estados Unidos, quienes de entrada confirman los datos aquí descritos, en el sentido de que el suelo cálido anegado y los nutrientes exudados de las raíces de arroz proporcionan condiciones ideales para la metanogénesis en los arrozales con emisiones anuales de metano de 25-100 millones de toneladas. Así, la inserción al arroz de un solo gen proveniente de la cebada (el gen SUSIBA2 correspondiente a un factor de transcripción), modifica el flujo de carbono de la fotosíntesis de tal suerte que aumenta la biomasa aérea y disminuye la de las raíces.[5] Este cambio trae como consecuencia un mayor contenido de almidón en semillas y tallos y una disminución en la metanogénesis dentro del arrozal muy probablemente debido a una reducción en los exudados de las raíces. Proyectos como este, en los que por un lado se mejora la calidad nutrimental de los cultivos al mismo tiempo que se reducen las emisiones, en este caso de metano, van en el sentido de los riesgos y perspectivas que señala el artículo de Poore y Nevecek. Proyectos como este se llevan a cabo en laboratorios de todo el mundo y marcan la pauta de lo que será el modelo de producción agroecológica del futuro, en el contexto del calentamiento global, el crecimiento de la población y la demanda de alimentos seguros para la salud y el medio ambiente.
En otro orden de ideas, pero tratando el mismo objetivo, una de las noticias científicas más espectaculares en materia de alimentación de los últimos años, es la idea de producir en el laboratorio proteínas de origen animal y texturizarlas en forma de hamburguesa (en realidad podría ser de muy diversas formas) como una alternativa de producción de proteína animal (Ver Figura 4). Se trata de un proyecto similar a lo que en la segunda mitad del siglo pasado se llamó PUC (Proteína Uni-Celular), solo que en aquel entonces se trataba de proteínas bacterianas, específicamente de la bacteria Methylophilus methylotrophus producidas en fermentadores que llegaron a producir hasta 75,000 toneladas al año. El proyecto (y con el miles de millones de dólares de inversión e investigación) se vinieron abajo, por temores y rumores similares de daños a la salud a los que se esgrimen ahora contra los OGMs, pero sobre todo por la competencia con los productores de soya, cuya proteína se emplea hasta la fecha para la producción de proteína animal. A finales de la década de los 70, poco se argumentaba en relación con el impacto de la producción de proteína animal en el medio ambiente. Las cifras señaladas en el estudio de Poore y Nemecek relacionadas con el impacto ambiental de la producción pecuaria, aunadas a que en la producción no se requiere de antibióticos, ni anabólicos o compuestos que alteran el metabolismo del animal (en realidad no hay animal confinado, sino sólo células), son un enorme incentivo para seguir trabajando en la factibilidad técnica y económica de esta gran idea que implica crecer células de músculo animal en el laboratorio.[6]
A manera de conclusión
Nuestro planeta se encuentra en riesgo, y nuestra actividad es la principal responsable del cambio climático, la contaminación y la pérdida de diversidad, entre otros graves daños, que ponen en riesgo nuestra salud y nuestro bienestar, al rebasar los límites de resiliencia del planeta. Es tiempo de empezar a pensar en controlar la contaminación también considerando lo que comemos. La historia demuestra que los cambios en la dieta son lentos y difíciles (caso actual del azúcar, o de los ácidos grasos trans). El conjunto de datos que aporta el artículo de Poore y Nemecek descrito en estas dos entregas, centrados en el impacto ambiental de qué y cómo se producen nuestros alimentos, nos muestra claramente como, la elección de nuestra dieta, puede contribuir a corregir el rumbo, llevándonos hacia un sistema de menor impacto tanto de nuestra salud, como la de nuestro medio ambiente. Los autores aportan datos que permitirían a los productores comunicar al consumidor información relacionada con el impacto ambiental de sus productos, esperando que este sea un criterio tan importante como el de su contenido en la preferencia de los consumidores. Sin embargo esto requiere de sistemas de trazabilidad, difíciles de implementar en muchos casos como el de los cereales de consumo básico, en los que los esfuerzos deben ser resultado de acciones concertadas, de responsabilidad directa de los productores, y desde luego, de una política ambiental que promueva alimentos sanos para la salud y para el medio ambiente. Hay casos, como el de los productos de origen animal, donde la trazabilidad es ya un requisito en muchos países, y podría en el corto plazo implementarse un sistema de comunicación del impacto que se ocasiona al medio ambiente mediante sistemas similares al que se emplea para advertir de contenido nutrimental, además de aplicar subsidios o impuestos derivados del impacto que ocasionan. Es claro que “somos lo que comemos”, es cada vez más cierto que el planeta también.
Referencias
(1) Reducing Food’s environmental impacts through producers and consumers. J.Poore and T.Nemecek, Science 360, 987-992, (2018).
(2) Meat consumption, health, and the environment. Godfray H.C. et al., Science 361, eaam5324, 20 july (2018).
(3) ¿Un día sin carne? Agustín López Munguía. ¿Cómo ves? 22-24, 2010.
(4) Transgénicos: grandes beneficios, ausencia de daños y mitos. Coordinador F. Bolivar Zapata. http://132.248.32.1/ATTACH/Libro_Transgenicos_Coordinador_Dr_F_Bolivar.pdf
(5) Bienvenidos a la nueva era de la Ingeniería Genética. Enrique Reynaud Garza. http://www.acmor.org.mx/descargas/17_feb_13_crisprcas.pdf
(6) Expression of barley SUSIBA2 transcription factor yields high-starch low-methane rice. J.Su et al, Nature 523, 602–606 (2015).
(7) https://www.webconsultas.com/dieta-y-nutricion/higiene-alimentaria/que-es-la-car...
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